Lo primero que llama la atención cuando hablamos de la
Navidad, es su permanencia a través de los siglos y lo recurrente de sus
elementos y sus símbolos. La comida, el abeto, el Belén o los adornos son
acontecimientos u objetos simbólicos comunes a todas las familias, que sirven
para dar sentido a estas fiestas.
El abeto es el elemento central, por la posición que ocupa y
por las actividades que se realizan a su alrededor. La luz, las velas y otros
adornos participan de la atmósfera mágica. Al igual que los regalos, que
adquieren más importancia cuando la segunda generación accede a la paternidad.
El desarrollo de la fiesta también obedece a secuencias parecidas: una cena de
Nochebuena o comida de Navidad, el intercambio de regalos y, a menudo, un
tiempo festivo en el que se comparten villancicos para niños, lecturas o un
paseo.
Esta repetición de escenas que se perpetúa, no implica
ninguna rigidez, todo lo contrario. Porque la segunda cosa que caracteriza el
ritual de la Navidad es su gran flexibilidad: cada familia se la apropia
organizándola a su manera y atribuyéndole sus propios valores.
La Navidad perdura y se ha extendido por todo el mundo
porque trasciende el aspecto comercial que tanto se critica. Desempeña un papel
importante en el seno de la familia, para los individuos que la componen: para
los niños, ya que marca la entrada en la cultura familiar, permite la
construcción de las identidades dentro de la familia, la transmisión de mitos y
valores a través de las generaciones...
En última instancia, cuando preguntamos a la gente qué es lo
que valora más de la Navidad, siempre responde que el hecho de estar juntos. La
Navidad sigue siendo la fiesta anual de la familia por excelencia, porque reúne
a varias generaciones cuyos dos polos principales son los nietos y los abuelos.
De hecho, cuando estos últimos pueden, son ellos los que reciben a la familia.
Es la manera de “ocupar su lugar”.
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